domingo, abril 02, 2006

Desde la puerta y atravesando un corto zaguán, en el que la memoria espera encontrarse de sorpresa a aquellos que ya no están, está el corredor de la casa, ese espacio que le da vida y que la hace ver como un barco que emerge rompiendo impetuosamente con su proa la montaña. En él se recogen la mayoría de ambientes, sensaciones y recuerdos que he coleccionado de aquella casa desde que tengo conciencia, allí, pegado de su barandal, aprendí a caminar, tal como si me llevaran de la mano; jugué como lo hacían mis familiares antes que yo, juegos de niños que hoy se han transformado en lecciones de vida; aprendí de la buena comida, con sólo disfrutar el aroma de los ricos manjares que se preparan en la cocina; y aquí, sentado en esta banca, trato de dar esa mirada apacible sobre el verde de las montañas, justo como mi abuelo lo hacía antes de sumergirse en el realismo mágico de los libros, aquí, recuerdo como con su mano grande me enseño cuando era niño que no se necesita de las ofensas para decir lo que se siente. Desde acá veo la silueta de mi abuela que recorre de una lado a otro la casa, su casa, poniendo todo en orden, sin dejar que se rompan esas reglas estrictas, impuestas con toda la fuerza y la dulzura natural de una madre. Estirándome en el piso, recuerdo esas largas faenas de limpieza que implicaba el mantenimiento de las condiciones de este lugar.

El sol ahora se esconde tras las montañas y llena de un espectáculo de colores estas paredes blancas, luego llega la noche y las luces de las casas del campo se confunden con las estrellas del firmamento haciendo que este balcón se eleve, flotando en la inmensidad del universo, convirtiéndolo en el centro. Cómo no dejar acá mi corazón si este espacio simplifica todo lo que hoy soy, si en él se encuentran encerradas todas las memorias de lo que cada día vivo y siento; aunque este lejos, su paisaje y serenidad, sus olores y sensaciones, su gente y los recuerdos, me acompañarán y no dejarán que pierda el rumbo de quien soy y de donde vengo.
Tras la fachada de estilo románico de la vieja iglesia, se encuentra un salón vacío de reuniones periódicas, anteriormente, dentro de ella, habitaban pilares tan fuertes como la fe de quienes la frecuentaban, una fe que aún se ve en los ojos de los mayores, esos mayores que ven como lentamente se degradan las costumbres que hicieron grande a un pueblo, un pueblo que lentamente es arrastrado por el vicio, el vicio de la vida y la muerte.

Ahora se tiene un auditorio decorado con imágenes que no muchos reconocen, escasamente saben sus nombres, pero no saben por qué están allí, por qué debemos tomarlos como ejemplos, unas imágenes que acuden más al imaginario y a la histeria colectiva que a la ejemplificación del valor de la vida virtuosa, imágenes que responden a la necesidad de encontrar explicaciones y soluciones trascendentales a situaciones, eventos y errores cotidianos.

Un teatro de funciones vacías y repetitivas que se preocupan por obligar, subyugar y atemorizar y no por entregar su mensaje, un mensaje que al contrario de la vida actual, pide mesura en los actos, la búsqueda de la vida sencilla, maravillarse ante las cosas pequeñas, temer a la posibilidad de hacerle daño al otro, hacerse uno con los demás en la construcción de la grandeza como colectivo.

Es por eso que parado firme ante sus tres arcos, cuestiono mi fe y la de quienes dicen tenerla, yo creo, pero no de la manera como dictan los otros, y mis convicciones son más fuertes porque son dictadas directamente por mi corazón, conociendo mis virtudes y limitaciones, sin exigirme cosas imposibles, sólo un poco más, sin castigos ni premios, sólo el saber que tengo mi alma en paz conmigo mismo.
Hace muchas lunas que busco la llave de mi cuerpo, para que mi alma sea por fin libre...