domingo, abril 02, 2006

Tras la fachada de estilo románico de la vieja iglesia, se encuentra un salón vacío de reuniones periódicas, anteriormente, dentro de ella, habitaban pilares tan fuertes como la fe de quienes la frecuentaban, una fe que aún se ve en los ojos de los mayores, esos mayores que ven como lentamente se degradan las costumbres que hicieron grande a un pueblo, un pueblo que lentamente es arrastrado por el vicio, el vicio de la vida y la muerte.

Ahora se tiene un auditorio decorado con imágenes que no muchos reconocen, escasamente saben sus nombres, pero no saben por qué están allí, por qué debemos tomarlos como ejemplos, unas imágenes que acuden más al imaginario y a la histeria colectiva que a la ejemplificación del valor de la vida virtuosa, imágenes que responden a la necesidad de encontrar explicaciones y soluciones trascendentales a situaciones, eventos y errores cotidianos.

Un teatro de funciones vacías y repetitivas que se preocupan por obligar, subyugar y atemorizar y no por entregar su mensaje, un mensaje que al contrario de la vida actual, pide mesura en los actos, la búsqueda de la vida sencilla, maravillarse ante las cosas pequeñas, temer a la posibilidad de hacerle daño al otro, hacerse uno con los demás en la construcción de la grandeza como colectivo.

Es por eso que parado firme ante sus tres arcos, cuestiono mi fe y la de quienes dicen tenerla, yo creo, pero no de la manera como dictan los otros, y mis convicciones son más fuertes porque son dictadas directamente por mi corazón, conociendo mis virtudes y limitaciones, sin exigirme cosas imposibles, sólo un poco más, sin castigos ni premios, sólo el saber que tengo mi alma en paz conmigo mismo.

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